lunes, 27 de abril de 2015

Elogio a la ociosidad de Bertrand Russell. Epílogo.


Como casi toda mi generación, fui educado en el espíritu del refrán que dice que: la ociosidad es la madre de todos los vicios. Fui un niño profundamente virtuoso creí todo cuanto me dijeron, y adquirí una conciencia que me ha hecho trabajar con ardor hasta el momento.
Pero, aunque mi conciencia haya dirigido mis actos, mis opiniones han vivido una revolución: creo que se ha trabajado demasiado en el mundo, que la creencia de que el trabajo es una virtud ha causado enormes daños y que lo que hay que predicar en los países industriales modernos es algo distinto de lo que siempre se ha predicado.
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Antes de presentar mis propios argumentos a favor de la pereza tengo que refutar algunos de los que no puedo aceptar:
-    Cada vez que alguien que ya dispone de lo suficiente para vivir se propone ocuparse en alguna clase de trabajo diario, se le dice, a él o a ella, que tal conducta lleva a quitar el pan de la boca a otras personas y que por tanto esta actitud es perversa. Si este argumento fuese válido bastaría con que todos nos mantuviéramos inactivos para tener la boca llena de pan. Lo que olvida la gente que dice tales cosas es que un hombre suele gastar lo que gana, y al gastar genera empleo. Al gastar sus ingresos un hombre pone tanto pan en las bocas de los demás como les quita al ganar.
-    El verdadero malvado desde este punto es el hombre que ahorra. Si se limita a meter sus ahorros en un calcetín, no genera empleo.
Si invierte sus ahorros, se plantean diferentes casos:
Una de las cosas que con más frecuencia se hace con los ahorros es prestarlos a algún gobierno. En vista del hecho de que el grueso del gasto público de la mayor parte de los gobiernos civilizados consiste en el pago de deudas pasadas o en la preparación de guerras futuras el hombre que presta su dinero a un gobierno se haya en la misma situación que el malvado que alquila asesinos. Resulta evidente que sería mejor que en lugar de ahorrar se gastara el dinero aun cuando lo gastara en bebida o en juego.
Pero el caso es absolutamente distinto cuando los ahorros se invierten en empresas industriales. Cuando tales empresas tienen éxito y producen algo útil, se puede admitir. En nuestros días, sin embargo, nadie negará que la mayoría de las empresas fracasan. Esto significa que una gran cantidad de trabajo humano, que hubiera podido dedicarse a producir algo susceptible de ser disfrutado, se consumió en la fabricación de máquinas, que una vez construidas, permanecen paradas y no beneficiando a nadie. El hombre que invierte sus ahorros en un negocio que quiebra, perjudica a los demás tanto como así mismo. Si se gasta su dinero en dar fiestas a sus amigos, estos se divertirán, al tiempo que se benefician todos aquellos con quien gastó su dinero. Y si se lo gasta en tender rieles para tranvías en un lugar donde los tranvías resultan innecesarios, habrá desviado un gran volumen de trabajo que no dará placer a nadie.
Quien se empobrezca por el fracaso de su inversión, se le considerará víctima de una desgracia inmerecida, tanto que al alegre derrochador, que gastó su dinero filantrópicamente, se le despreciará como persona alocada y frívola.
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Quiero decir, con toda seriedad, que la fe en las virtudes del trabajo está haciendo mucho daño en el mundo moderno y que el camino hacia la felicidad y la prosperidad pasa por su reducción organizada.
¿Qué es el trabajo?
Hay tres clases de trabajo:
- Con el primero se modifica la superficie de la tierra y las materias.
Esta clase de trabajo es desagradable y está mal pagado.
- El segundo consiste en mandar a otros que hagan el anterior.
Este trabajo es agradable y bien pagado y susceptible de extenderse indefinidamente porque no sólo están los que dan órdenes, sino también están los que dan consejos a cerca de que órdenes deben darse.
Para esta clase de trabajo no se requiere el conocimiento de los temas a cerca de los cuales ha de darse consejo, sino el conocimiento del arte de hablar o de escribir,
Es decir, el arte de la propaganda.
- Y también hay una clase de trabajo, que no es trabajo y que sin embargo es más respetado que cualquiera de los trabajos.
Hay hombres que, merced a la propiedad de la tierra, están en condiciones de hacer que otros les paguen por el privilegio de que les consientan existir y trabajar. Estos terratenientes son gente ociosa y su ociosidad solo resulta posible gracias a la laboriosidad de otros.
En efecto, su deseo de cómoda ociosidad es la fuente histórica de todo el evangelio de trabajo.
Lo último que podrían desear es que otros siguieran su ejemplo.
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Desde el comienzo de la civilización hasta la revolución industrial, un hombre podía, producir, trabajando duramente, poco más de lo imprescindible para su propia subsistencia y la de su familia, aun cuando su mujer trabajara al menos tan duramente como el, y sus hijos agregaran su trabajo tan pronto como tenían la edad necesaria para ello. El pequeño excedente sobre lo estrictamente necesario no se dejaba en manos de lo que producían, sino que se lo apropiaban los guerreros y los sacerdotes. En tiempos de hambruna no había excedente pero los guerreros y los sacerdotes, sin embargo seguían reservándose tanto como en otros tiempos, con el resultado de que muchos de los trabajadores morían de hambre.
- Este sistema perduró hasta la URSS de 1917 cuando entonces los miembros del Partido Comunista han heredado este privilegio de los guerreros y los sacerdotes pero todavía perdura en oriente.
- En Inglaterra a pesar de la Revolución Industrial esta situación se mantuvo en plenitud durante las guerras napoleónicas y hasta hace cien años, cuando la nueva clase de los industriales ganó el poder.
- En Norteamérica, el sistema terminó con la revolución, excepto en el sur, donde sobrevivió hasta la Guerra Civil.
Un sistema que duró tanto y que terminó tan recientemente ha dejado, como es natural, una huella profunda en las opiniones y en los pensamientos de los hombres. Buena parte de lo que damos por sentado acerca de la conveniencia del trabajo procede de este sistema, y, al ser preindustrial, no está adaptado al mundo moderno.
La técnica moderna ha hecho posible que el ocio, dentro de ciertos límites, no sea la prerrogativa de clases privilegiadas poco numerosas, sino un derecho equitativamente repartido en toda la comunidad.
La moral del trabajo es la moral de los esclavos.
El mundo moderno no tiene necesidad de esclavitud.
Es evidente que en las comunidades primitivas los campesinos, de haber podido decidir, no hubieran entregado el escaso excedente con el que subsistían a los guerreros y a los sacerdotes, era la fuerza lo que les obligaba a producir y a entregar el excedente.
Si no: hubieran producido menos y consumido más.
 Gradualmente, resultó posible inducir a muchos de ellos a aceptar una ética según la cual era su deber trabajar intensamente aunque parte de su trabajo fuera a sostener a otros que permanecían ociosos. Por este medio, la compulsión requerida se fue reduciendo y los gastos del gobierno disminuyeron.
El concepto de deber, en términos históricos, ha sido un medio utilizado por los poseedores del poder para inducir a los demás a vivir para el interés de sus amos más que para su propio interés y se las arreglan para creer que sus intereses son idénticos a los más grandes intereses de la humanidad.
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El tiempo libre es esencial para la civilización, y, en épocas pasadas, solo el trabajo de los más hacía posible el tiempo libre de los menos. El trabajo era valioso, no porque el trabajo en si fuera bueno sino porque el ocio era bueno.
El ocio de los otros.
Con la técnica moderna sería posible distribuir el ocio sin pérdida para la civilización porque ha hecho posible reducir enormemente la cantidad de trabajo requerida para asegurar la vida de todos.
Esto se hizo evidente durante la guerra.
En aquel tiempo todos los hombres de las fuerzas armadas, todos los hombres y las mujeres ocupadas en la fabricación de municiones, todos los hombres y todas las mujeres ocupadas en espiar, en hacer propaganda bélica o en las oficinas del gobierno relacionadas con la guerra, fueron apartados de las ocupaciones productivas. A pesar de ello, el nivel general del bienestar físico entre los asalariados no especializados de las naciones aliadas fue más alto que antes y después. La significación de este hecho fue encubierta por las finanzas: los préstamos hacían aparecer las cosas como si el futuro estuviera alimentando al presente. Pero esto, desde luego, hubiese sido imposible: un hombre no puede comerse una rebanada de pan que todavía no existe. La guerra demostró de modo concluyente que la organización científica de la producción permite mantener las poblaciones modernas en un considerable bienestar con solo una pequeña parte de la capacidad de trabajo del mundo entero.
Si la organización, que se había concebido para liberar hombres que lucharan y fabricaran municiones, se hubiera mantenido al finalizar la guerra, y se hubiera reducido a cuatro las horas de trabajo todo hubiera ido bien. Sin embargo, fue restaurado el antiguo caos: aquellos cuyo trabajo se necesitaba se vieron obligados a trabajar muchas horas, y al resto se le dejo morir de hambre por falta de empleo.
¿Por qué?
No es de extrañar que el resultado haya sido desastroso.
Porque el trabajo es un deber y un hombre no debe recibir salarios proporcionados a los que ha producido sino proporcionados a su virtud, definida por su laboriosidad.
Tomemos un ejemplo.

Supongamos que en un momento determinado cierto número de personas trabajan en la manufactura de alfileres. Trabajando ocho horas diarias, hacen tantos alfileres como el mundo necesita. Alguien inventa un ingenio con el cual el mismo número de personas puede hacer dos veces el número de alfileres que hacía antes. Pero el mundo no necesita duplicar ese número de alfileres y los alfileres son ya tan baratos, que difícilmente pudiera venderse alguno más a un precio inferior. En un mundo sensato todos los implicados en la fabricación de alfileres pasaría a trabajar cuatro horas en lugar de ocho y todo lo demás continuaría como antes. Pero en el mundo real esto se juzgaría desmoralizador. Los hombres trabajan ocho hora y hay demasiados alfileres; algunos patronos quiebran y la mitad de los hombres anteriormente empleados en la fabricación de alfileres son despedidos y se quedan sin trabajo. Al final, hay tanto tiempo libre como en el otro plan, pero la mitad de los hombres están absolutamente ociosos mientras la otra mitad siguen trabajando demasiado. De este modo queda asegurado que el inevitable tiempo libre produzca miseria por todas partes en lugar de ser una fuente de felicidad universal.
La idea de que el pobre deba disponer de tiempo libre siempre ha sido escandalosa para los ricos. En Inglaterra a principios del siglo XIX la jornada normal del trabajo de un hombre era de quince horas. Los niños hacían la misma jornada algunas veces, y, por lo general trabajaban doce horas al día. Cuando los entrometidos apuntaron que quizás tal cantidad de horas fuera excesiva, les dijeron que el trabajo aleja a los adultos de la bebida y a los niños del mal.
Cuando yo era niño, poco después de que los trabajadores urbanos adquirieran el derecho al voto, fueron establecidas por ley ciertas fiestas públicas, con gran indignación de las clases altas.
Recuerdo haber oído a una anciana duquesa decir:
¿Para que quieren las fiestas los pobres? Deberían trabajar.
Hoy la gente es menos franca, pero este sentimiento sobre los pobres persiste y es la fuente de gran parte de nuestra confusión económica.
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Todo ser humano, necesariamente, consume en el curso de su vida cierto volumen del trabajo humano. Aceptando, cosa que podemos hacer, que el trabajo es desagradable, resulta injusto que un hombre consuma más de lo que produce. Por supuesto, prestará algún servicio en lugar de producir artículos de consumo, como en el caso de un médico, por ejemplo; pero algo ha de aportar a cambio de su manutención y alojamiento. En esta medida, el deber de trabajar ha de ser admitido; pero solo en esta medida.
No insistiré en el hecho de que, en todas las sociedades modernas, mucha gente elude aun esta mínima cantidad de trabajo; por ejemplo, todos aquellos que heredan dinero y todos aquellos que se casan por dinero. No creo que el hecho de que se consienta a éstos permanecer ociosos sea casi tan perjudicial como el hecho de que se espere de los asalariados que trabajen en exceso o que mueran de hambre.
Si el asalariado ordinario trabajase cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro, dando por supuesta cierta muy moderada de organización sensata. Esta idea escandaliza a los ricos por que están convencidos de que el pobre no sabría como emplear tanto tiempo libre.
Los hombres suelen trabajar muchas horas, aun cuando ya estén bien situados, y naturalmente, se indignan ante la idea del tiempo libre de los asalariados, excepto bajo la forma del inflexible castigo del paro.
En realidad les disgusta el ocio incluso para sus hijos.
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El sabio empleo del tiempo libre, debemos admitirlo, es un producto de la civilización y de la educación. Un hombre que ha trabajado muchas horas durante toda su vida se aburrirá si de pronto queda ocioso. Pero sin una cantidad considerable de tiempo libre, un hombre se ve privado de muchas de las mejores cosas. Y ya no ha razón alguna para que el grueso de la gente haya de sufrir tal privación; solo un necio ascetismo, generalmente vicario, nos llevará a seguir insistiendo en trabajar en cantidades excesivas, ahora que ya no es necesario.
En el nuevo credo dominante en el gobierno de la URSS, así como ha mucho muy diferente de la tradicional enseñanza de Occidente, hay algunas cosas que no han cambiado en absoluto. La actitud de las clases gobernantes, que dirigen la propaganda educativa respecto de la dignidad del trabajo, es la misma que las clases gobernantes de todo el mundo han predicado siempre a los llamados “pobres honrados”: laboriosidad, sobriedad, buena voluntad para trabajar muchas horas a cambio de lejanas ventajas y sumisión a la autoridad. Todo reaparece por añadidura: la autoridad y la voluntad del Soberano del Universo.
Ahora un nuevo nombre: materialismo dialéctico.
Durante siglos, los ricos y sus mercenarios han escrito en elogio del trabajo. Han alabado la vida sencilla, han profesado una religión que enseña que es mucho más probable que vayan al cielo los pobres que los ricos y, en general, han tratado de hacer creer a los trabajadores que hay cierta especial nobleza en modificar la situación de la materia en el espacio, tal y como los hombres trataron de hacer creer a las mujeres que obtendrían cierta especial nobleza de su esclavitud sexual.
En la URSS, todas las enseñanzas acerca de la excelencia del trabajo manual han sido tomadas en serio, con el resultado de que el trabajador manual se ve más honrado que nadie. Se hacen lo que, en esencia, son llamamientos a la resurrección de la fe, pero no con los mismos propósitos: se hacen para asegurar los trabajadores de choque necesarios para tareas especiales. El trabajo manual es el ideal que se propone a los jóvenes, y es la base de toda enseñanza ética.
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En la actualidad, posiblemente todo ello sea para bien.
Un país grande, lleno de recursos naturales, espera el desarrollo, y ha de desarrollarse haciendo uso escaso del crédito. El trabajo duro es necesario y cabe suponer que reportará una gran recompensa.
Pero: ¿Qué sucederá cuando se alcance el punto en el que todo el mundo pueda vivir cómodamente sin trabajar muchas horas?
En occidente tenemos varias maneras de tratar este problema.
- No aspiramos a la justicia económica, de modo que una gran proporción del producto total va a parar a manos de una pequeña minoría de la población, muchos de cuyos componentes no trabajan.
- Por ausencia de todo control centralizado de la producción, fabricamos multitud de cosas que no hacen falta.
- Mantenemos ociosos a un porcentaje de la población trabajadora, y podemos pasar sin su trabajo trabajando en exceso a los demás.
- Cuando estos métodos demuestran ser inadecuados, organizamos una guerra: mandamos a un cierto número de personas a fabricar explosivos y a otro número determinado a hacerlos estallar, como si fuéramos niños que acabáramos de descubrir los fuegos artificiales.
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En la URSS, debido a una mayor justicia económica y al control centralizado de la producción, el problema tiene que resolverse de forma distinta. La solución racional seria, tan pronto como se pudieran asegurara las necesidades primarias y las comodidades elementales para todos, reducir las horas de trabajo gradualmente, dejando que una votación popular decidiera, en cada nivel, la preferencia por más ocio o por más bienes. Pero, habiendo enseñado la suprema virtud del trabajo intenso, es difícil ver un paraíso en el que haya mucho tiempo libre y poco trabajo. Parece más probable que encuentren continuamente nuevos proyectos en nombre de los cuales la ociosidad presente haya de sacrificarse a la producción futura.
He leído acerca de un ingenioso plan propuesto por ingenieros rusos para hacer que el mar Blanco y las costas septentrionales de Liberia se calienten construyendo un dique a lo largo del mar de Kara. Un proyecto admirable para los dirigentes de los trabajadores, pero capaz de posponer el bienestar proletario para toda una generación, tiempo durante el cual la nobleza del trabajo sería proclamada en los campos helados y entre las tormentas de nieve del océano Ártico. Esto, si sucede, será el resultado de considerar la virtud del trabajo intenso como un fin en si mismo, más que como un medio para alcanzar un estado de cosas en el cual tal trabajo ya no será necesario. Mover materia de un lado a otro, a veces necesario para nuestra existencia, no es,  uno de los fines de la vida humana.
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Llegamos a conclusiones erróneas en esta cuestión por dos causas:
- Una es: la necesidad de tener contentos a los pobres, que impulsa a los ricos a predicar la dignidad del trabajo durante miles de años, aunque teniendo cuidado de mantenerse ellos indignos en este aspecto.
- Otra es: el nuevo placer del mecanismo que nos hace deleitarnos en los cambios asombrosamente inteligentes que podemos producir en la superficie de la tierra.
Estos motivos no tienen gran atractivo para el que trabaja.
Ningún trabajador dirá si se le pregunta por el hecho de trabajar: “Me agrada el trabajo físico porque me hace sentir que estoy dando cumplimiento a la más noble de las tareas del hombre y porque me gusta pensar en lo mucho que el hombre puede trasformar su planeta. Es cierto que mi cuerpo exige periodos de descanso, que tengo que pasar lo mejor posible, pero nunca soy tan feliz como cuando llega la mañana y puedo volver a la labor de la que procede mi contento”.
Nunca he oído decir estas cosas a los trabajadores.
Consideran el trabajo como debe ser considerado, como un medio necesario para ganarse el sustento, y, sea cual fuere la felicidad que puedan disfrutar, la obtienen en sus horas de ocio.
Podrá decirse que, en tanto que un poco de ocio es agradable, los hombres no sabrían como llenar sus días si solo trabajaran cuatro horas de las veinticuatro del día. En la medida en que ello es cierto en el mundo moderno, es una condena de nuestra civilización; tampoco hubiese sido cierto en ningún periodo anterior. El hombre moderno piensa que todo debería hacerse por alguna razón determinada, y nunca por si mismo.
Las personas serias, por ejemplo, critican continuamente el hábito de ir al cine, y nos dicen que induce a los jóvenes al delito. Pero todo el trabajo necesario para construir un cine es respetable, porque es trabajo y porque produce beneficios económicos.
La noción de que las actividades deseables son aquellas que producen beneficio económico. El carnicero que os provee de carne y el panadero que os provee de pan son merecedores de elogio, porque están ganando dinero; pero cuando vosotros disfrutáis del alimento que ellos os han suministrado no sois más que unos frívolos, a menos que comáis tan solo para obtener energías para vuestro trabajo.
En un sentido amplio, se sostiene que ganar dinero es bueno y gastarlo es malo. Cualquiera que sea el mérito que pueda haber en la producción de bienes, debe derivarse enteramente de la ventaja que se obtenga consumiéndolos. El individuo trabaja por un beneficio, pero el propósito social de su trabajo radica en el consumo de lo que el produce. Este divorcio entre los propósitos individuales y los sociales respecto de la producción es lo que hace que a los hombres les resulte tan difícil pensar con claridad en un mundo en el que la obtención de beneficios es el incentivo de la industria.
Pensamos mucho en la producción y poco en el consumo.
Damos poca importancia al goce y a la felicidad sencilla, y no juzgamos la producción por el placer que da al consumidor.
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Cuando propongo que las horas de trabajo sean reducidas a cuatro, no intento decir que todo el tiempo restante de las personas deba malgastarse necesariamente en frivolidades. Quiero decir que cuatro horas de trabajo al día deberían dar derecho a un hombre a los artículos de primera necesidad y a las comodidades elementales en la vida, y que el resto del tiempo debería ser para emplearlo él mismo como creyera conveniente.
Es una parte esencial de cualquier sistema social que la educación vaya más allá del punto que generalmente alcanza en la actualidad, y se proponga, en parte, despertar aficiones que capaciten al hombre para usar con inteligencia su tiempo libre.
Las danzas campesinas han muerto, excepto en remotas regiones rurales, pero los impulsos que dieron lugar a que se las cultivara deben existir todavía en la naturaleza humana. Los placeres de las ciudades urbanas han conseguido ser en su mayoría pasivos: ver películas, presenciar partidos de fútbol, escuchar la radio, y así sucesivamente. Ello resulta de que sus energías activas se consumen completamente en el trabajo; si tuvieran más tiempo libre, volverían a divertirse con juegos y entretenimiento de los que debieran tomar parte activa.
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En el pasado, había una reducida clase ociosa y una más numerosa clase trabajadora. La clase ociosa disfrutaba de ventajas que no se fundaban en la justicia social; esto lo hacia necesariamente opresiva, limitaba sus simpatías y la obligaba a inventar teorías que justificasen sus privilegios. Estos hechos disminuían su mérito pero, a pesar de estos inconvenientes, contribuyó a casi todo lo que llamamos civilización. Cultivo las artes, descubrió las ciencias, escribió los libros, inventó las filosofías y refinó la relaciones sociales. Aun la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba.
Sin clase ociosa, la humanidad no hubiera salido de la barbarie.
El sistema de una clase ociosa hereditaria sin obligaciones era, sin embargo, extraordinariamente ruinoso. No se había enseñado a ninguno de los miembros de esta clase a ser laborioso, y la clase, en conjunto no era excepcionalmente inteligente. Esta clase podría producir un Darwin, pero contra el habrían de señalarse decenas de millares de hidalgos rurales que jamás pensaron en nada más inteligente que la caza del zorro y el castigo de los cazadores furtivos.
Actualmente, se supone que las universidades, de un modo más sistemático, proporcionan lo que la clase social proporcionaba por accidente y como un subproducto.
Esto representa un gran adelanto, pero tiene ciertos inconvenientes.
- La vida en la universidad es, tan diferente de la vida en el mundo, que las personas que viven en un ambiente académico tienden a desconocer las preocupaciones y los problemas de los hombres y las mujeres corrientes, y sus medios suelen ser tan escasos, que sus opiniones no tienen la influencia que debieran tener sobre la población.
- Otra desventaja es que en las universidades los estudios están organizados, y es probable que el hombre al que se le ocurre alguna idea de investigación original se sienta desanimado. Las instituciones académicas, si bien son útiles, no son los guardianes adecuados de los intereses de la civilización en un mundo donde todos los que quedan fuera de ellas, se despreocupan en atender propósitos no utilitarios.
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En un mundo donde nadie este obligado a trabajar más de cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla y todo pintor podrá pintar sin morirse de hambre, sin que llegue a importar lo maravillosos que puedan ser sus cuadros.
Los escritores jóvenes no se verán forzados a llamar la atención con chapuzas sensacionales, hechas con miras a obtener la independencia económica que se necesita para las obras monumentales, y que cuando por fin llega la oportunidad, habrán perdido el gusto y la capacidad.
Los hombres que en su trabajo profesional se interesen por algún aspecto de la economía o de la administración, tendrán el tiempo necesario y serán capaces de desarrollar sus ideas sin el distanciamiento académico, que a menudo hace aparecer carente de realismo las obras de los economistas universitarios.
 Los médicos tendrán tiempo de aprender acerca de los progresos de la medicina. Los maestros no lucharan desesperadamente por enseñar con métodos rutinarios cosas que aprendieron en su juventud, y cuya falsedad puede haber sido ya demostrada.
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El trabajo exigido bastará para hacer del ocio algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán cansados en su tiempo libre, no querrán solo distracciones pasivas e insípidas. Es probable que al menos un uno por ciento dedique el tiempo que le consuma su trabajo profesional a tareas de algún interés público, y, puesto que no dependerá de tales tareas para ganarse la vida, su originalidad no se verá estorbada y no habrá necesidad de conformarse a la normas establecidas por los viejos eruditos.
Pero no solo en estos casos se manifestaran las ventajas del ocio:
- Los hombres y las mujeres corrientes, al tener oportunidad de una vida feliz, llegarán a ser más bondadosos y menos inoportunos, y menos inclinados a mirar a los demás con suspicacias.
- La afición a la guerra desaparecerá en parte por la razón que antecede y en parte porque supone un largo y duro trabajo para todos.
- El buen carácter es, de todas las cualidades morales la que más necesita el mundo, y el buen carácter es la consecuencia de la tranquilidad y la seguridad no de una vida de ardua lucha.
Los modelos de producción más modernos nos han dado la posibilidad de paz y de seguridad para todos los hombres y hemos elegido: el exceso de trabajo para unos y la inanición para otros.
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